martes, 27 de marzo de 2012

Defensa de Nariño ante el Congreso de Colombia

Magistral y conmovedor discurso de Don Antonio Nariño el 14 de mayo de 1823 ante el Congreso de Colombia, en el que plantea defensa por tres acusaciones en su contra.

Don Antonio Nariño
“Hoy me presento, señores, como reo ante el Senado de que he sido nombrado miembro, y acusado por el Congreso que yo mismo he instalado, y que he hecho este nombramiento; si los delitos de que se me acusa hubieran sido cometidos después de la instalación del Congreso, nada tendría de particular esta acusación; lo que tiene de admirable es ver a dos hombres que no habrían quizá nacido cuando yo ya padecía por la Patria, haciendo cargos de inhabilitación para ser Senador, después de haber mandado en la República, política y militarmente, en los primeros puestos sin que a nadie le haya ocurrido hacerme tales objeciones. Pero lejos de sentir este paso atrevido, yo les doy las gracias por haberme proporcionado la ocasión de poder hablar en público sobre unos puntos que daban pábulo a mis enemigos para murmuraciones secretas; hoy se pondrá en claro, y deberé a estos mismos enemigos, no mi vindicación, de que jamás he creído tener necesidad, sino el poder hablar sin rubor de mis propias acciones. ¡Qué satisfactorio es para mí, señores, verme hoy, como en otro tiempo Timoleón, acusado ante un Senado que él había creado, acusado por los jóvenes, acusado por malversación, después de los servicios que había hecho a la República, y el poderos decir sus mismas palabras al principiar el juicio: oíd a mis acusadores - decía aquel grande hombre – oídlos, señores, advertid que todo ciudadano tiene el derecho de acusarme, y que en no permitirlo daríais un golpe a esa libertad que me es tan glorioso haberos dado.
No comenzaré, señores, a satisfacer estos cargos implorando, como se hace comúnmente, vuestra clemencia, y la compasión que naturalmente reclama todo hombre desgraciado: no, señores, me degradaría si después de haber pasado toda mi vida trabajando para que se viera entre nosotros establecido el imperio de las leyes, viniera ahora al fin de mi carrera a solicitar que se violara en mi favor. Justicia severa y recta es lo que imploro en el momento en que se va a abrir a los ojos del mundo entero el primer cuerpo de la Nación y el primer juicio que se presenta. Que el hacha de la ley descargue sobre mi cabeza, si he faltado alguna vez a los deberes de hombre de bien, a lo que debo a esta patria querida, a mis conciudadanos. Que la indignación pública venga tras la justicia a confundirme, si en el curso de toda mi vida se encontrase una sola acción que desdiga de mi acreditado patriotismo. Tampoco vendrán en mi socorro documentos que se puedan conseguir con el dinero, el favor y la autoridad; los que os presentaré están escritos en el cielo y la tierra, a la vista de toda la república, en el corazón de cuantos me han conocido, exceptuando sólo un cortísimo número de individuos del Congreso, que no veían porque les tenía cuenta no ver.

Suponed, señores, que en lugar de haber establecido una imprenta a mi costa; en lugar de haber impreso los Derechos del Hombre; en lugar de haber acopiado una exquisita librería de muchos miles de libros escogidos; en lugar de haber propagado las ideas de la libertad, hasta en los escritos de mi defensa, sólo hubiera pensado en mi fortuna particular, en adular a los virreyes, con quienes tenía amistad, y en hacer la corte a los oidores, como mis enemigos se la han hecho a los expedicionarios. ¿Cuál habría sido mi causal en los dieciséis años que transcurrieron hasta la revolución? ¿Cuál habría sido hasta el día?

¿Y porque todo lo he sacrificado por la patria, se me acusa hoy se me insulta con estos mismos sacrificios, se me hace un crimen de haber dado lugar, con la publicación de los Derechos del hombre, a que se confiscaran mis bienes, se hiciera pagar a mis fiadores, se arruinara mi fortuna, y se dejara en la mendicidad a mi familia, a mis tiernos hijos? En toda otra República, en otras almas, se habría propuesto, en lugar de una acusación, que se pagasen mis deudas, del Tesoro público, vista la causa que las había ocasionado, y los veintinueve años que después han transcurrido. Dudar, señores, de que mis sacrificios han sido por amor a la Patria, es dudar del testimonio de vuestros propios ojos. ¿Hay entre las personas que me escuchan, hay en esta ciudad y en toda la República, una sola persona que ignore los sucesos de estos veintinueve años? ¿Hay quien no sepa que la mayor parte de ellos los he pasado encerrado en el Cuartel de la Caballería, de esta ciudad, en el de Milicias, de Santa Marta, en el del Fijo de Cartagena, en las Bóvedas de Bocachica, en el castillo del Príncipe de la Habana, en Pasto, en el Callao de Lima, y, últimamente, en los calabozos de la Cárcel de Cádiz? ¿Hay quien no sepa que he sido conducido dos veces en partida de registro a España, y otra hasta Cartagena? Todos lo saben; pero no saben ni pueden saber los sufrimientos, las hambres, las desnudeces, las miserias que he padecido en estos lugares de horror por una larga serie de años. Que se levanten del sepulcro Miranda, Montúfar, el virtuoso Ordóñez, y digan si pudieron resistir a sólo una parte de lo que de lo que yo por tantos años he sufrido: que los vivos y los muertos os digan si en toda la República hay otro que os pueda presentar una cadena de trabajos tan continuados y tan largos como los que yo he padecido por la Patria, por esta Patria por quien hoy mismo se me esta haciendo padecer.

A la vista, señores, de cuanto he expuesto hasta aquí, de todo cuanto habéis oído, ¿creéis que esta acusación se ha intentado por la salud de la República, o por un ardiente celo, o por un puro amor a las leyes? No, señores, hoy me conducen al Senado las mismas causas que me condujeron a Pasto: la perfidia, la intriga, la malevolencia, el interés personal de unos hombres que, por despreciable que sean, han hecho los mismos daños que el escarabajo de la fábula. En Pasto, al conducir la campaña, porque yo era el último punto enemigo para llegar a Quito, se me hace una traición, se me desampara, se corta el hilo de la victoria, y, por sacrificarme, se sacrifica a la Patria. ¡Qué de males van a seguir! ¡Cuántas lágrimas, cuánta sangre va a derramarse! ¡Qué calamidades va a traer a la República este paso imprudente, necio, inconsiderado! No hablo señores ante un pueblo desconocido; hablo en medio de la República, en el centro de la Capital, a la vista de estas mismas personas que han sufrido, que están sufriendo aún los males que ocasionó aquel día para siempre funesto. Yo me dirijo a vosotros y al público que me escucha, ¿Sin la traición de Pasto, hubiera triunfado Morillo? ¿Se habrían visto las atrocidades que por tres años continuos afligieron a este desgraciado suelo? ¿Hubieran Sámamo y Morillo revolcádose en la sangre de nuestros ilustres conciudadanos? No, señores, no; siempre triunfante hubiera llegado a Quito, reforzado el ejército, vuelto a la capital, y sosegado el alucinamiento de mis enemigos con el testimonio de sus propios ojos; hubiéramos sido fuertes e invencibles. Santa Marta, antes que llegase Morillo, habría sido sometida a la razón, y sin este punto de apoyo Morillo no habría tomado a Cartagena, y esta capital habría escapado de su guadaña destructora. Y después que se sacrificó mi persona, los intereses de la Patria, y se inmolaron tantas inocentes víctimas por viles y ridículas pasiones, ¿se me acusa de haber sido sacrificado quizá por algunos de los mismos que concurrieron a aquel sacrificio? Sí, yo veo entre nosotros, no sólo vivos, sino empleados acomodados, a muchos de los que cooperaron en aquella catástrofe.

Si vosotros, señores, al presentaros a la faz del mundo como legisladores, como jueces, como defensores de la libertad y de la virtud, no dais un ejemplo de la integridad de Bruto, del desinterés de Foción y de la justicia severa de Atenas, nuestra libertad va a morir en su nacimiento. Desde la hora en que triunfe el hombre atrevido, desvergonzado, adulador, el reino de Tiberio empieza, y el de la libertad acaba.”

Óscar Manuel Romero.

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