Magistral
y conmovedor discurso de Don Antonio Nariño el 14 de mayo de 1823 ante el
Congreso de Colombia, en el que plantea defensa por tres acusaciones en su
contra.
Don Antonio Nariño |
No
comenzaré, señores, a satisfacer estos cargos implorando, como se hace
comúnmente, vuestra clemencia, y la compasión que naturalmente reclama todo
hombre desgraciado: no, señores, me degradaría si después de haber pasado toda
mi vida trabajando para que se viera entre nosotros establecido el imperio de
las leyes, viniera ahora al fin de mi carrera a solicitar que se violara en mi
favor. Justicia severa y recta es lo que imploro en el momento en que se va a
abrir a los ojos del mundo entero el primer cuerpo de la Nación y el primer
juicio que se presenta. Que el hacha de la ley descargue sobre mi cabeza, si he
faltado alguna vez a los deberes de hombre de bien, a lo que debo a esta patria
querida, a mis conciudadanos. Que la indignación pública venga tras la justicia
a confundirme, si en el curso de toda mi vida se encontrase una sola acción que
desdiga de mi acreditado patriotismo. Tampoco vendrán en mi socorro documentos
que se puedan conseguir con el dinero, el favor y la autoridad; los que os
presentaré están escritos en el cielo y la tierra, a la vista de toda la
república, en el corazón de cuantos me han conocido, exceptuando sólo un
cortísimo número de individuos del Congreso, que no veían porque les tenía
cuenta no ver.
Suponed,
señores, que en lugar de haber establecido una imprenta a mi costa; en lugar de
haber impreso los Derechos del Hombre; en lugar de haber acopiado una exquisita
librería de muchos miles de libros escogidos; en lugar de haber propagado las
ideas de la libertad, hasta en los escritos de mi defensa, sólo hubiera pensado
en mi fortuna particular, en adular a los virreyes, con quienes tenía amistad,
y en hacer la corte a los oidores, como mis enemigos se la han hecho a los
expedicionarios. ¿Cuál habría sido mi causal en los dieciséis años que
transcurrieron hasta la revolución? ¿Cuál habría sido hasta el día?
¿Y
porque todo lo he sacrificado por la patria, se me acusa hoy se me insulta con
estos mismos sacrificios, se me hace un crimen de haber dado lugar, con la
publicación de los Derechos del hombre, a que se confiscaran mis bienes, se
hiciera pagar a mis fiadores, se arruinara mi fortuna, y se dejara en la
mendicidad a mi familia, a mis tiernos hijos? En toda otra República, en otras
almas, se habría propuesto, en lugar de una acusación, que se pagasen mis
deudas, del Tesoro público, vista la causa que las había ocasionado, y los
veintinueve años que después han transcurrido. Dudar, señores, de que mis
sacrificios han sido por amor a la Patria, es dudar del testimonio de vuestros
propios ojos. ¿Hay entre las personas que me escuchan, hay en esta ciudad y en
toda la República, una sola persona que ignore los sucesos de estos veintinueve
años? ¿Hay quien no sepa que la mayor parte de ellos los he pasado encerrado en
el Cuartel de la Caballería, de esta ciudad, en el de Milicias, de Santa Marta,
en el del Fijo de Cartagena, en las Bóvedas de Bocachica, en el castillo del
Príncipe de la Habana, en Pasto, en el Callao de Lima, y, últimamente, en los
calabozos de la Cárcel de Cádiz? ¿Hay quien no sepa que he sido conducido dos
veces en partida de registro a España, y otra hasta Cartagena? Todos lo saben;
pero no saben ni pueden saber los sufrimientos, las hambres, las desnudeces,
las miserias que he padecido en estos lugares de horror por una larga serie de
años. Que se levanten del sepulcro Miranda, Montúfar, el virtuoso Ordóñez, y
digan si pudieron resistir a sólo una parte de lo que de lo que yo por tantos
años he sufrido: que los vivos y los muertos os digan si en toda la República hay
otro que os pueda presentar una cadena de trabajos tan continuados y tan largos
como los que yo he padecido por la Patria, por esta Patria por quien hoy mismo
se me esta haciendo padecer.
A
la vista, señores, de cuanto he expuesto hasta aquí, de todo cuanto habéis
oído, ¿creéis que esta acusación se ha intentado por la salud de la República,
o por un ardiente celo, o por un puro amor a las leyes? No, señores, hoy me
conducen al Senado las mismas causas que me condujeron a Pasto: la perfidia, la
intriga, la malevolencia, el interés personal de unos hombres que, por
despreciable que sean, han hecho los mismos daños que el escarabajo de la
fábula. En Pasto, al conducir la campaña, porque yo era el último punto enemigo
para llegar a Quito, se me hace una traición, se me desampara, se corta el hilo
de la victoria, y, por sacrificarme, se sacrifica a la Patria. ¡Qué de males
van a seguir! ¡Cuántas lágrimas, cuánta sangre va a derramarse! ¡Qué
calamidades va a traer a la República este paso imprudente, necio, inconsiderado!
No hablo señores ante un pueblo desconocido; hablo en medio de la República, en
el centro de la Capital, a la vista de estas mismas personas que han sufrido,
que están sufriendo aún los males que ocasionó aquel día para siempre funesto.
Yo me dirijo a vosotros y al público que me escucha, ¿Sin la traición de Pasto,
hubiera triunfado Morillo? ¿Se habrían visto las atrocidades que por tres años
continuos afligieron a este desgraciado suelo? ¿Hubieran Sámamo y Morillo
revolcádose en la sangre de nuestros ilustres conciudadanos? No, señores, no;
siempre triunfante hubiera llegado a Quito, reforzado el ejército, vuelto a la
capital, y sosegado el alucinamiento de mis enemigos con el testimonio de sus
propios ojos; hubiéramos sido fuertes e invencibles. Santa Marta, antes que
llegase Morillo, habría sido sometida a la razón, y sin este punto de apoyo
Morillo no habría tomado a Cartagena, y esta capital habría escapado de su
guadaña destructora. Y después que se sacrificó mi persona, los intereses de la
Patria, y se inmolaron tantas inocentes víctimas por viles y ridículas
pasiones, ¿se me acusa de haber sido sacrificado quizá por algunos de los
mismos que concurrieron a aquel sacrificio? Sí, yo veo entre nosotros, no sólo
vivos, sino empleados acomodados, a muchos de los que cooperaron en aquella
catástrofe.
Si
vosotros, señores, al presentaros a la faz del mundo como legisladores, como
jueces, como defensores de la libertad y de la virtud, no dais un ejemplo de la
integridad de Bruto, del desinterés de Foción y de la justicia severa de
Atenas, nuestra libertad va a morir en su nacimiento. Desde la hora en que
triunfe el hombre atrevido, desvergonzado, adulador, el reino de Tiberio
empieza, y el de la libertad acaba.”
Óscar Manuel Romero.
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