viernes, 30 de marzo de 2012

Lenguaje responsable

Las discusiones sobre el buen hablar parecen no tener fin. Es un tema recurrente en prensa, radio y televisión. Incluso en este blog le damos mucha importancia y por ello incluimos las publicaciones de excelentes columnistas de países como Argentina, Ecuador, Venezuela, México, España, etcétera, vale decir: Piedad Villavicencio, Graciela Melgarejo, Jacqueline González, Pablo Ramos Méndez, Alexis Márquez Rodríguez y muchos otros.

Uno de los enfoques más repetidos al respecto tiene que ver con el uso de voces que, según algunos, son correctas porque fueron incluidas en el Diccionario de la Real Academia Española; es decir, “fueron admitidas por la RAE”. Ya hemos fijado posición al respecto en varios artículos pero queremos reiterarlo citando a Piedad Villavicencio Bellolio quien lo expresa de manera magistral en su columna La esquina del idioma, (El Universo, Ecuador, 29-01-2012) en la que deja claro que "los hablantes, damos vida a las palabras desde el preciso instante en que las pronunciamos". Es el empleo reiterado en el tiempo y en el espacio lo que les da existencia, el “habla” o costumbre verbal. La RAE por su parte, se ocupa de incluir en la “lengua” ese vocablo al que le hemos dado vida, mediante un proceso que a unos gusta y a otros no tanto.

También está muy en boga clasificar vocablos en las categorías de “correcto” o “incorrecto” pero en este caso sin hacer mención a la RAE. Para ello en cambio nos basamos en la gramática, en las reglas de ortografía, de sintaxis o de prosodia: “no es licúa, sino licua”; “se escribe con hache” (o sin esta); “no se dice ‘ve pequeña’ sino uve”.

A lo anterior súmele la reciente polémica sobre el sexismo lingüístico que tantas cuartillas ha generado desde hace algunos años, exacerbada tras el informe del académico Ignacio Bosque (Sexismo lingüístico y visibilidad de la mujer) que procura explicar lo que veníamos haciendo durante un montón de siglos: ahorrarnos el circunloquio de “Bienvenidas y bienvenidos todas y todos las y los peruanas y peruanos nacidas y nacidos… ¡Usted me dirá!

Yo, en cambio, quiero referirme hoy a un aspecto diferente: se trata del lenguaje responsable que debe asumir todo comunicador. Quienes podemos hablar o escribir desde cualquier tribuna o espacio, tenemos la obligación de emplear un lenguaje adecuado, coherente, y que va mucho más allá de “hablar bonito” o de pretender imponer criterios basados únicamente en nuestra percepción subjetiva, en lugar de hacerlo sobre fundamentos objetivos, concretos, que sean el resultado de una investigación conciente. ¿Cuántas veces nos ha pasado que estamos convencidos de que un vocablo es como lo decimos, solo porque así lo creemos?, pero nuestra arrogancia nos impide acercarnos a un diccionario para hacer una corta y fructífera consulta que nos permitiría constatar que estábamos equivocados, que no era como nuestra sacrosanta “verdad” indicaba.

No se trata de pretender hablar de manera perfecta. En este sentido suscribimos el criterio de Pablo Ramos Méndez: “Hablar químicamente puro resultaría sumamente incómodo para el hablante y pesadísimo para el oyente.” (La lengua en salsa, El Universal, Venezuela). De lo que se trata es de hablar lo más natural que podamos y de mantenernos en constante consulta para actualizarnos, para corregir nuestros criterios cuando descubrimos que hay mejores maneras de escribir o de decir algo, para no caer en la ordinariez o en la arrogancia al comunicarnos. Con esto no afirmo que “habla” es sinónimo de “ordinario” pero, si no somos capaces de identificar la diferencia entre una y otra cosa, sería mejor dedicarnos a diseñar planotecas basculantes, si es que tenemos esa habilidad, o hacer aquello para lo cual somos diestros. Y eso de hablar natural no va en contra de un estilo en particular o del contexto en que hablamos, el tema que tratamos, el público receptor del mensaje. Todos son factores que determinarán el “cómo” hablaremos o escribiremos, si usamos más o menos figuras literarias, si empleamos palabras técnicas o no. 

Que el habla si impone, lo sabemos, pero se trata de un proceso que le es inherente, natural, fluido. No debe ser forjado por quienes tenemos el privilegio de ser leídos o escuchados por nuestra audiencia, no importa su tamaño (un solo lector u oyente, merece todo nuestro respeto). Muy diferente es que, por nuestra pereza o por una manifiesta falta de madurez y de sano criterio, no discriminemos entre un adjetivo y un sustantivo; o que le demos el carácter de verbo a un adjetivo o a un sustantivo; que desdeñemos a ultranza el habla o nos apeguemos ciegamente a la lengua –nefastos extremos- o que repitamos como autómatas términos populares. Se me ocurre mencionar como ejemplo el error de llamar “cocteleras” las luces estroboscópicas colocadas sobre el techo de ambulancias o de camiones de bomberos. Aun aceptando el hecho de que la voz “cautelera” no aparece en el DRAE, es claro que ese término define de manera más clara el accesorio diseñado para indicarnos que cuando sus luces están encendidas, debemos dar paso al vehículo que las lleva y que debemos conducir con “cautela”, no con “cocteles".

En fin, hablemos, escribamos, ¡equivoquémonos! Pero con responsabilidad, con humildad. Asumamos que no somos perfectos y que el habla es un torbellino que nos nutre cada día. Seamos conscientes de que resultan risibles las inicuas discusiones sobre la forma de decir palabras que luego son usadas indistintamente (como ocurrió con icono e ícono). Seamos conscientes de nuestra responsabilidad y de que debemos adaptarnos al habla, no inventarla. 


Óscar Manuel Romero.

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