viernes, 24 de mayo de 2013

No hay auditorio pequeño

Conferencia "Igualdad y transversalización" en el Centro
Integrador Comunitario, Barrio I.A.P.I. Buenos Aires, Argentina
En los últimos años ha habido una verdadera avalancha de hombres y mujeres que se dedican a dictar conferencias y pronunciar discursos motivadores, de crecimiento personal y de mejoramiento profesional o laboral. Claro que no se trata de un fenómeno nuevo, pero hoy, ya sea porque son más frecuentes que antes, ya sea porque nos enteramos con más facilidad e inmediatez gracias al alcance de las redes sociales o ambas cosas lo cierto es que casi a diario vemos alguna publicidad o invitación a estos eventos donde conferenciantes (conferencistas, si prefiere) hacen gala de sus capacidades de persuasión, y a quienes solemos identificar como “los oradores”.


Generalmente estos oradores discurren ante un auditorio numeroso gracias a las entradas agotadas debido a una excelente estrategia de publicidad; disponen de un espacio adecuado, dotado con aire acondicionado y el mobiliario necesario: podio, asientos confortables para el público, mesas para los refrigerios, si los hay, y con los recursos tecnológicos que facilitarán su tarea: equipo de sonido, micrófono, proyectores de diapositivas y vídeos, computadoras, etcétera, todo lo cual representa un conjunto de condiciones ideales con las que todos quisiéramos contar para expresarnos ante un grupo de personas.

Pero el hecho es que para compartir nuestras ideas o difundir un mensaje se necesitan únicamente tres elementos (los mimos que para el teatro): un mensaje o discurso (texto, en el caso del teatro); un orador (actor) y el público. Ninguno más importante que el otro, pero sin duda, el público es prácticamente lo único que no podemos determinar según nuestra sacrosanta voluntad, porque el mensaje podemos crearlo con nuestro mejor esfuerzo y cariño, el lugar puede ser cualquiera, por muy humilde que parezca, pero el público estará ahí sólo si existe un mensaje atractivo y expresado de manera clara e interesante. 

Un docente, un sacerdote, el líder de una comunidad popular, por mencionar algunos ejemplos, se desenvuelven en actividades que requieren el uso de la palabra bien dicha, de un mensaje organizado, de la intención de influir en el ánimo de quienes les oyen, aunque ello no ocurra en aquellas condiciones que mencionamos al principio de este artículo. Sin embargo podemos asegurar que son tan oradores como el que más. Lo verdaderamente importante es que  los elementos esenciales estén presentes. Si no es así, de nada servirán los micrófonos, el podio, las luces, las butacas vacías... aunque allí este el orador con el mensaje más sublime jamás concebido. Sin público no hay discurso que valga; sin el mensaje el público terminará abandonando el recito por muy confortable que sea, y el orador nada podrá hacer; y si tenemos el público en un recinto propicio para la ocasión pero no hay orador, tampoco habrá actividad alguna, como no sea la justificada protesta de los presentes en el momento en que abandonan el lugar. 

Es así como podemos afirmar que “los oradores” no son sólo aquellos que dedican su vida a deleitar a otros con discursos motivadores y con todos los recursos que tienen a su servicio. Cumplen, sí, una actividad profesional enmarcada en objetivos y estilos muy específicos. Son profesionales exitosos que pretenden ayudar a otros a ser exitosos también o a lograr metas y objetivos; dedican muchas horas a prepararse lo mejor que pueden para lograr altos niveles de calidad, pero no son “los oradores” como si de un grupo selecto se tratara. Son oradores, como el sacerdote, el docente o el líder del barrio, quienes también tienen un mensaje y un público dispuesto a escucharlos.
 
Óscar Manuel Romero.

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