martes, 31 de enero de 2012

Malas palabras

Los humanos le damos valor a todas las cosas, incluidas las palabras. Por eso en todos los idiomas existen voces llamadas malas palabras (ajos, groserías, palabrotas) que a más de uno horrorizan cuando las oyen en público, pero seguramente usan con mucha frecuencia en su entorno privado. Ese calificativo de “malas palabras” que le asignamos me parece injusto, sobre todo porque en ciertas ocasiones las decimos con más gusto que las “buenas” palabras y además porque “malas” la verdad, no son.

Pero si quisiéramos insistir en reunir voces en la categoría de malas, no son precisamente las que horrorizan a los aficionados de la pacatería las que formarían parte de tan deshonroso grupo. Más bien deberíamos incluir ahí varias palabras usadas con mucha frecuencia, incluso por los aludidos pacatos a quienes causan tan acartonadas náuseas.

Fíjese usted cómo personas que se supone deben ser ejemplo de buena dicción dicen sin mayor preocupación -más bien con aires de suficiencia- verdaderas malas palabras como diábetes, accesar, aperturar, cónsola, recepcionar, pánel y pare usted de contar. ¡Esas sí son verdaderas palabrotas! Lo criticable no es que usen esos vocablos de manera incorrecta (a todos puede pasarnos); lo cuestionable es su incapacidad de aceptar el error cuando las dicen o escriben y alguien les menciona el equívoco.

¿Ha pensado usted cuántas veces usamos palabras que no tienen el significado que le damos? Hay un número nada despreciable de ellas a las cuales incluso le asignamos un significado opuesto al que le corresponde. Vocablos como culpa, pródigo, especulación y muchos otros son empleados en un contexto en el cual no deberían estar y por eso también las ubico en una categoría de verdaderas malas palabras. Veamos las tres mencionadas.

En el foro o ámbito judicial "con culpa" significa que hicimos algo sin intención, sin dolo, pero en la vida cotidiana decimos que hicimos algo "sin culpa" para significar lo mismo y así lo interpreta quien nos oye. Si usted dijera esto último en un juicio se le condenaría con mayor severidad, pues estaría admitiendo haber actuado con dolo, o sea, lo contrario de "sin culpa".

“Pródigo”. La prodigalidad significa derroche, desperdicio, mal uso de los recursos, pero en varios países de América se le dice “hijo pródigo” a quien regresa a su casa luego de un tiempo prolongado fuera de ella, aun cuando haya actuado con prudencia o haciendo cosas productivas, que es precisamente lo contrario de la prodigalidad. La parábola de Jesús sobre el hijo pródigo nos aclara el asunto.  (Evangelio de San Lucas, capítulo 15, para los interesados).

El tercer caso es “especulación” una operación cuya legítima intención es obtener lucro y que sin embargo hemos confundido con ciertas prácticas deshonestas en nada relacionadas con la actividad mercantil. Quien se dedica al comercio busca ganar dinero y para eso especula con los precios. Esto no debería ser considerado como una acción malintencionada por parte de los comerciantes, pues obedece a una ley económica (oferta y demanda). Pero el término ha sido tan vituperado como para que en un país de América (de cuyo nombre no quiero acordarme) exista una ley “contra la especulación”. ¡Tan lejos hemos llegado!

Seguramente el uso permanente y extendido de estos vocablos con las acepciones descritas terminará por imponerse. Eso no nos quita el sueño. Pero tampoco tildemos de “malas” aquellas palabras que preocupan a los cultores de la mojigatería, esas denominadas ajos, groserías o palabrotas, que usamos con la mayor naturalidad y que en ciertas situaciones son insustituibles por la fuerza con la que logran comunicar cosas que sus pares “buenas” no pueden.

Óscar Manuel Romero.

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